9 de agosto de 2020
Por: P. Jorge Pérez
Al celebrar el Domingo XIX del Tiempo Ordinario, la liturgia nos presenta la importancia de la oración para fijar nuestra mirada en Jesús. Es muy interesante ver como en la primera lectura del Primer Libro de los Reyes, Elías, sube al monte para esperar la manifestación de Dios, no encuentra su presencia en el huracán, en el terremoto o en el fuego, pero la encuentra en la brisa suave, en el silencio y la quietud.
Muchas veces, los cristianos son sensacionalistas, nos encanta que Dios se manifieste en milagros que rompen con las leyes naturales y, aunque Dios puede hacer eso, Él prefiere manifestarse en el silencio y la cotidianidad. No es posible encontrar a Dios a menos que hagamos silencio exterior e interior.
Por eso mismo, en el Evangelio de hoy, Jesús se retira al monte para orar, recordemos que Elías también usa el monte en la primera lectura. El monte representa el lugar del encuentro con Dios, donde el cielo y la tierra se unen. El monte representa la oración, ¿cuál es nuestro monte? ¿Tenemos un lugar y un tiempo para encontrarnos con Dios? La oración, nos enseñan todos los santos de la Iglesia, es la vida del alma, porque en la oración fijamos nuestra vista en Dios y en Él descubrimos lo realmente esencial y necesario.
Es justamente eso lo que descubre Pedro en el Evangelio de hoy al caminar sobre las aguas junto a Jesús. Cuando Pedro mira a Jesús, es capaz de caminar sobre las aguas, cuando Pedro mira el viento y las olas, se hunde. El agua representa el mal y el mundo, las olas y el viento, representan los problemas y situaciones que amenazan con hundirnos, la barca donde van los apóstoles, es la Iglesia. Si nuestra mirada esta fija en Jesús somos capaces de caminar sobre los problemas y dificultades, porque nuestra mirada mira al que todo lo puede, a Jesús. Para mirar a Jesús hay que hacer silencio, subir a la montaña y orar.
Al celebrar el domingo XIX en el Tiempo Ordinario, la liturgia nos presenta la importancia de la oración para fijar la mirada en Jesús. Es muy interesante ver cómo en la primera lectura del Primer Libro de los Reyes, Elías, sube a la montaña para esperar la manifestación de Dios, no encuentra su presencia en el huracán, el terremoto o el fuego, sino que la encuentra en un diminuto susurro, en el silencio y la quietud.
Muchas veces, los cristianos son sensacionalistas, nos encanta que Dios se manifieste en milagros que rompen con las leyes naturales y, aunque Dios puede hacerlo, prefiere manifestarse en silencio. No es posible encontrar a Dios a menos que hagamos silencio fuera y dentro de nosotros.
Por esta razón, en el Evangelio de hoy, Jesús se retira a la montaña para orar, recuerda que Elías también usa la montaña en la primera lectura. La montaña representa el lugar de encuentro con Dios, donde el cielo y la tierra se encuentran. La montaña representa la oración, ¿qué es nuestra montaña? ¿Tenemos un lugar y un tiempo para encontrarnos con Dios? La oración, nos enseñan todos los santos de la Iglesia, es la vida del alma, porque en la oración fijamos los ojos en Dios y en Él descubrimos lo que es realmente esencial y necesario.
Esto es exactamente lo que Pedro descubre en el Evangelio de hoy mientras camina sobre las aguas con Jesús. Cuando Pedro mira a Jesús, es capaz de caminar sobre las aguas, cuando Pedro mira el viento y las olas, se hunde. El agua representa el mal y el mundo, las olas y el viento, representan los problemas y situaciones que amenazan con hundirnos, la barca a la que van los apóstoles es la Iglesia. Si nuestra mirada se fija en Jesús somos capaces de caminar sobre los problemas y dificultades, porque nuestra mirada mira al Todopoderoso, Jesús. Para mirar a Jesús, tenemos que estar en silencio, subir a la montaña y rezar.